Últimas tendencias de la teoría crítica
Latest trends in critical theory
Resumen
En este trabajo buscamos recabar algunas de las últimas tendencias dentro del amplio campo conocido como teoría crítica. Esta es una tarea necesaria de realizar con cierta frecuencia para cualquier escuela de pensamiento, y, aún más, una tarea que urge, hoy, frente a la crisis global generalizada. Así, organizaremos dichas tendencias, a partir de debates de las últimas décadas y desde una mirada panorámica, en función de cuatro ejes: 1) tópicos de crítica social, 2) cuestiones teóricas, 3) la dimensión lingüística y 4) la dimensión epistemológica. Cada uno de estos cuatro ejes tendrá, a su vez, una serie de vectores que nos permitirán ir analizando su estructura interna, así como las distintas herencias de pensamiento que influyen en cada uno de ellos. A saber: 1a) dimensión ética, 1b) dimensión estética, 1c) dimensión política; 2a) autoría y autoridad, 2b) perspectivismo multidimensional, 2c) teoría como instrumento, 2d) tipologías; 3a) giro narrativo, 3b) polisemia y gramática, 3c) ética hermenéutica; 4a) pragmatismo, deconstrucción y feminismo, 4b) metateoría crítica, 4c) racionalismo crítico, 4d) contraargumentación, 4e) razonamiento y racionalidad, 4f) juicio y dialéctica.
Palabras clave: dimensión epistemológica; dimensión lingüística; teoría crítica; teoría social.
Abstract
In this work we seek to collect some of the latest trends within the broad field known as critical theory. This is a task that is necessary to go after with certain frequency, and, specially, a task that is urgent today, when we are facing a global and generalized crisis. Thus, we will organize those tendencies, with debates from the last decades, and from a panoramic standpoint, according to four axes: 1) topics of social criticism, 2) theoretical issues, 3) the linguistic dimension and 4) the epistemological dimension. Each of these four axes will, in turn, have a series of vectors that will allow us to analyze its internal structure, as well as the different inheritances of thought that influence each of them. Specifically: 1a) ethical dimension, 1b) aesthetical dimension, 1c) political dimension; 2a) authorship and authority, 2b) multidimensional perspectivism, 2c) theory as instrument, 2d) tipologies; 3a) narrative turn, 3b) polisemy and grammar, 3c) hermeneutical ethics; 4a) pragmatism, deconstruction and feminism, 4b) critical metatheory, 4c) critical rationalism, 4d) counterargumentation, 4e) reasoning and racionality, 4f) judgment and dialectics.
Keywords: epistemological dimension; linguistic dimension; critical theory; social theory.
1. Introducción
En este trabajo buscamos recabar algunas de las últimas tendencias dentro del amplio campo conocido como teoría crítica. Esta es una tarea necesaria de realizar con cierta frecuencia para cualquier escuela de pensamiento y, aún más, una tarea que urge hoy frente a la crisis global generalizada. De hecho, la propia Escuela de Frankfurt está abocándose a ella en su Instituto de Investigación Social (Lessenich et al., 2023). Sin embargo, cuando decimos “teoría crítica”, especificamos que es un "amplio campo", es decir, que no nos centraremos exclusivamente en los autores directamente asociados a la Escuela de Frankfurt y el Instituto de Investigación Social –aunque ellos aparecerán, sin duda–, sino que estamos pensando en un espacio mucho más extenso, pero complementario. En efecto, hay otras teorías críticas más allá de “la teoría crítica”, y parte de nuestro cometido es poner esos diálogos en evidencia, lo que constituye también parte de la importancia de este trabajo, siendo una de sus metas el derribar fronteras innecesarias entre lo que, de otro modo, se convierte en tantas otras ortodoxias.
La relevancia, entonces, de este trabajo –junto con otros similares– sería promover las dos posibilidades que se vislumbran a partir de dicho doble diagnóstico: una, esperando que esta revisión pueda ayudar a entender y afrontar la crisis; y dos, esperando agregar una nueva capa de reflexividad epistémica para la estructura misma de la teoría crítica. Enmarcados en la misma tradición y urgidos por las mismas preocupaciones, aquí quisiéramos hacer lo propio, pero desde el sur global. Esto no quiere decir que nos vayamos a servir primordialmente de autores del sur global –aunque habrá algunos pocos–, sino que quien escribe se encuentra ubicado en el contexto existencial del sur global. Así, hemos arribado a esta noción de las últimas tendencias de la teoría crítica. Aclaramos desde ya, sin embargo, que por "últimas" no referiremos solamente a debates de los últimos, pongamos por caso, cinco años –aunque también estos aparecerán: ver las fechas de la bibliografía citada al final–, sino, en un espectro más amplio, de las últimas décadas, yendo tras una mirada más panorámica. Aquí nos interesa más el bosque que el árbol, por decirlo de manera metafórica. Aun así, a pesar del intento abarcativo, en el espacio de un artículo siempre nos vemos obligados a un recorte de la bibliografía, por lo que inevitablemente deberán quedar por fuera toda otra serie de autores que aquí no trabajaremos, pero que quedan pendientes para estudios futuros –por ejemplo, de los vinculados a la Escuela de Frankfurt: Brunckhorst, Jaeggi, Loick, Celikates, Allen, Wagner o Butler; o, del sur global: Spivak, de Sousa Santos, Cusicanqui, Segato, Quijano, Said o Mignolo–, sobre los cuales además hemos trabajado en profundidad en otros lugares; ver, por ejemplo, Fraga, 2015; 2021b; 2024b.
A esas últimas tendencias, dada su cantidad y variedad, intentaremos organizarlas, en lo que sigue, en función de cuatro ejes: 1) tópicos de crítica social, 2) cuestiones teóricas, 3) la dimensión lingüística y 4) la dimensión epistemológica. Como puede verse, estos cuatro ejes los ordenaremos partiendo de lo más concreto —las cuestiones sociales— y yendo hacia lo más abstracto. Cada uno de estos cuatro ejes tendrá, a su vez, una serie de vectores que nos permitirán ir analizando su estructura interna, así como las distintas herencias de pensamiento que, al ser tantas, no podrán ser tan detalladas como en otros trabajos que influyen en cada uno de ellos. En efecto, aquí hemos optado por la variedad por sobre la profundidad, pues, por un lado, ya hemos trabajado en profundidad sobre muchas de estas miradas en otros artículos e incluso libros (Fraga, 2020; 2021a; 2024a), y, por otro, porque consideramos que hoy el tono fundamental debe ser ecuménico. El texto no pretende un avance de la disciplina en sentido estricto; más bien, constituye un trabajo de revisión y sistematización. Sin embargo, sistematizar una teoría –en este caso, la teoría crítica en sentido amplio–, a partir de unos ejes en que aún no se ha realizado, y conjugando perspectivas que hasta ahora no se han conjugado, implica ya una novedad.
2. Tópicos de crítica social
2.1. Moral y ética: del sufrimiento a la justicia, el reconocimiento y la comunidad
Empecemos con el concepto, clave para cualquier teoría crítica, de moralidad. Aunque ha habido debates acerca de cuánto debe una teoría inmiscuirse en temas morales, en términos epistemológicos es evidente que toda teoría arrastra una postura normativa, que entonces conviene explicitar. Así, desde una línea neoaristotélica, autores como Rorty (1988), Nussbaum (1986), Baier (1985), Blum (1980), Wolff (1983), Held (1987) o Ruddick (1989), han prestado gran atención a este concepto. En efecto, han analizado tanto las emociones morales como el carácter moral. Desde su mirada, el sí mismo moral no es un ente abstracto, sino un ente corporizado, finito, sufriente, emotivo. Desde esta perspectiva, no nacemos racionales, sino que, en todo caso, vamos adquiriendo la racionalidad a partir de procesos contingentes de socialización y de formación identitaria. Así también, somos niños antes de ser adultos y, dado que como niños solo podemos sobrevivir y desarrollarnos en el marco de relaciones de dependencia con otros adultos, son estas redes de dependencia –indispensables y originarias–, las que constituyen el origen de todos los lazos morales que continúan atándonos, incluso, en la adultez.
El concepto de moralidad es, a su vez, indisociable del concepto de ética. Autoras como Benhabib (1991) o Gilligan (1989) despliegan esta noción en su defensa de la cuestión de la buena vida, entendida como el éxito en la conducción de la propia vida individual en armonía con las formas de vida societales. En otras palabras, la ética es una cuestión de desarrollar el ethos. La mayor parte de las veces, este se entiende como una ética de la compasión y del amor, la cual otorga una posición privilegiada a las preocupaciones altruistas por el bienestar de los demás seres humanos, especialmente, cuando se encuentran en situación de necesidad. En este sentido, se trata, también, de una ética del cuidado. Estas teorías éticas también pueden conectarse con lo que Mead (1934) dice cuando plantea que somos lo que somos a través de nuestras interrelaciones con otros, por lo cual, de modo inevitable, todo fin de nuestra acción es, en algún sentido, un fin social.
Una cuestión moral y ética sobresaliente es la del sufrimiento personal y social. En general, ha sido la corriente existencialista como los de Sartre (1963), de Beauvoir (1948) o Merleau-Ponty (1962), que, combinando la fenomenología de Husserl (1970) y luego la de Heidegger (1962) con los escritos del joven Marx (2006), se preocuparon, especialmente, por poner el foco en la experiencia vivida de los seres humanos. Experiencia vivida que es, la mayoría de las veces, de dolor y de sufrimiento, aunque también de esperanza. En este sentido, el existencialismo vuelve a traer al presente temas tradicionalmente tratados por la teología.
Más contemporáneamente, un autor como Ophir (1991) se preocupa por el estudio de la distribución social del sufrimiento. En su opinión, solo una sociedad en la que nadie sufre más que otro puede ser llamada una sociedad justa. En otras palabras, en una sociedad justa, todo sufrimiento socialmente prevenible es, de hecho, prevenido. Esto implicaría una distribución –o, mejor dicho, una redistribución– de los sufrimientos, con vistas a eliminar el sufrimiento excesivo, creado y reproducido a través de patrones recurrentes –e incluso a veces institucionalizados–, de interacción social.
Por otra parte, la noción de sufrimiento nos lleva de inmediato al problema de los males sociales. El mismo Ophir (1991) tematiza cómo los seres humanos suelen infligir sistemáticamente distintos tipos de males a otros, por lo cual la crítica social debería siempre incluir el análisis de esa distribución social de los males. En efecto, solo una perspectiva así preocupada podría desafiar esos patrones y mecanismos de distribución social. Todo esto, en la línea de Buber (1984), quien ya había demostrado que una persona solo es realmente humana cuando se admite a sí misma de los resultados de sus acciones. Y cuando, en el caso de haber producido acciones con consecuencias negativas para otros, intenta remediarlas. En otras palabras, se trataría de una persona que intenta imponerse sobre otras criaturas lo menos posible.
Nociones antagónicas a las del mal y del sufrimiento serían, por ejemplo, las de paz, justicia, reconocimiento o comunidad. Adorno (1978), por caso, definía a la paz como el estado social carente de dominación –estado que, sin embargo, no significa dejar de actuar o dejar de participar en sociedad–. Más bien, se trataría de la participación de cada sujeto en el ser de los otros, de tal manera que –incluso a nivel epistemológico– la relación prototípica entre sujeto y objeto, por la cual uno domina al otro, se resignificaría como una interacción entre sujetos, es decir, sin objetualizaciones.
En cuanto al concepto de reconocimiento, podemos trazar la genealogía entre las nuevas reflexiones de Honneth (1997), herederas del pensamiento de Hegel (1985). En esta línea, el reconocimiento mutuo es la precondición para que todos y cada uno de los individuos puedan estabilizar sus identidades –de otro modo, altamente frágiles–. Este reconocimiento mutuo es, a la vez, la base para el sostenimiento de aquellas tan necesarias redes de interrelaciones que mencioné antes, y aquí también puede verse cómo el reconocimiento es una cuestión moral que viene a compensar la vulnerabilidad existencial de toda criatura viva.
En cuanto al concepto de justicia, un autor como Kohlberg et al. (1992) lo interrelaciona con la noción aliada de benevolencia. En su opinión, la idea de justicia deriva de la posibilidad de realizar juicios imparciales –los cuales, en verdad, solo son posibles de desplegar si son suplementados por un segundo principio, que es la idea de benevolencia–. El principio de benevolencia refiere a hacer el bien y evitar hacer el mal, incluyendo tanto al bien y al mal, individuales como colectivos. Al nivel de las actitudes, este principio se corresponde a una preocupación por el bienestar de los otros, entendida como una combinación de compasión, amor, espíritu comunitario y apertura a prestar ayuda. Como puede verse, los dos principios son complementarios, porque solo puede haber justicia social si existe una predisposición generalizada a la benevolencia. Incluso más, ambos principios pueden ser abarcados por una idea incluso más amplia, la del respeto igualitario por la integridad y la dignidad de cada persona, la cual, dicho sea de paso, parecería ser una retraducción del imperativo categórico de Kant (1961), por el cual cada ser humano debería ser tratado como un fin en sí mismo-.
Finalmente, tenemos el concepto de comunidad. Existe una corriente de pensamiento, conocida bajo el nombre de comunitarismo, que combina la tradición neoaristotélica ya mencionada con una mirada crítica del capitalismo y de la tecnología contemporáneos. Me refiero a autores como Taylor (1985), Walzer (1987), MacIntyre (1981) o Sandel (1984). Este tipo de pensadores se lamentan de la caída de las comunidades morales y políticas en las sociedades de hoy. En su mirada, las comunidades pueden llegar a ser reconstituidas a partir de un fortalecimiento del control democrático sobre las megaestructuras del capitalismo y la tecnología contemporáneas, que hoy se encontrarían totalmente fuera de control. Así, su comunitarismo incluiría un cuestionamiento de las dimensiones formalistas, individualistas y burocratizantes –esto es, de las consecuencias no buscadas del iluminismo–, que habrían coadyuvado al declinamiento del modo de vida comunitario. En este contexto, su concepción de la buena vida sería la de una vida dedicada a la búsqueda de una buena vida para toda la humanidad.
2.2. Arte y naturaleza, tecnología y alienación
Un segundo núcleo problemático de la crítica social es aquel que tiene que ver con ámbitos como los del arte y la naturaleza, y dilemas como los que traen los diagnósticos de alienación o las nuevas tecnologías. Comenzando por la cuestión de la alienación, un autor como Abrams (1991), demuestra que fue el pensamiento romántico el que primero se ocupó de este problema social. En lo que él denomina el patrón de la caída y la redención, trabajado por el romanticismo, habría un análisis de la condición humana contemporánea en dos pasos: la caída y, luego, la redención. La caída tendría que ver con aquella interpretación –central al romanticismo– acerca de una existencia humana que ha caído, precisamente, en una naturaleza malvada. Esto llevaría a una enfermedad esencial de la humanidad, causada por su egoísmo radical y su individualismo extremo. Esas características nos habrían llevado a experimentar fragmentaciones múltiples, por las cuales cada persona entra en conflicto consigo misma, así como en enemistad con el resto de las personas, e incluso en una alienación respecto del entorno natural. Esta triple caída –o estas tres caras de la alienación: respecto de sí, de los otros y del mundo– podrían, sin embargo, ser redimidos –y esta es la segunda parte del patrón antes mencionado– a partir de una revolución de la conciencia moral, sobre la cual ya los escritores románticos ponían sus esperanzas. Se trataría de una reintegración inclusiva del ser humano consigo mismo, con su prójimo y con la naturaleza. Como podrá apreciarse, desde Hegel (1985) y Marx (2006) hasta Marcuse (1972), resuena esta lógica argumental, este diagnóstico y esta esperanza.
Lo anterior se vincula fuertemente, además, al nexo indisociable entre naturaleza y arte. Por ejemplo, en la clásica formulación de Kant (1974), quien definió al placer estético como un fortalecimiento del sentimiento general de la vida. Efectivamente, el poder de la imaginación se utiliza mejor cuando la naturaleza es interpretada en función de ideas estéticas. La imaginación estética es aquella que intenta alcanzar cierta completitud. Por esto, cuando consideramos a la naturaleza estéticamente, en realidad estamos haciéndolo a partir de formas sin significado determinado, y basándonos en conceptos no definidos –pero que, sin embargo, nos complacen–. Dado que las bellas formas de la naturaleza contienen sentidos no predeterminados, Kant (1974) los denomina cifras –es decir, elementos a descifrar–, lo cual significa que la naturaleza se comunica con nosotros, pero de manera figurativa.
Para poder descifrar los significados de la belleza natural, debemos poder leer entre líneas, de un modo experiencial y extraordinario a los objetos con los que nos encontramos, rastreando en ellos ciertos trazos que nos vayan confirmando que la naturaleza se encuentra en profundo acuerdo con su propio fin. En otras palabras, leyéndolos como síntomas de la existencia de un orden agradable más amplio, del que todos podríamos formar parte –si, como humanidad, buscásemos probar suerte en volver a vivir en concordancia con aquello para lo cual fuimos diseñados–. En este marco, la armonía estética solo puede ser experimentada teleológicamente si se entiende que la naturaleza es su propio fin -sin tener finalidades que la excedan, por ejemplo, del tipo utilitario, como las que la sociedad moderna suele valorar-. Esta finalidad sin propósito determinado de la naturaleza es, precisamente, lo que podemos abocarnos a interpretar y reinterpretar dado que, más allá de qué es realmente la naturaleza, lo importante para nosotros, como seres humanos, es cómo nos la tomamos.
Y, por supuesto, una perspectiva crítica no puede hablar de la naturaleza sin notar todo aquello que ella puede ofrecernos en cuanto a modelos de acción social –y que, sin embargo, hemos perdido de vista en las sociedades contemporáneas–. Autores que se ocupan de realizar la crítica de las más nuevas tecnologías –tecnologías que son las que impactan negativamente, de la manera más obvia, sobre la naturaleza– son varios. Aquí, podríamos citar desde Chomsky (2002), McLuhan (2020) y Castells (1996), hasta las más contemporáneas como Illouz (2007) y Turkle (2011). Más allá de un diagnóstico compartido acerca de los modos nefastos en que diversas tecnologías impactan hoy en el entorno natural –y que son de amplio conocimiento ya–, quizás interesa resaltar aquí, especialmente, algo más puntual, que no siempre es visto con el mismo grado de obviedad.
Como muchas de estas investigaciones ponen de relieve, incluso las tecnologías que hoy son tenidas por colaborativas –en tanto se fundan en contenidos generados por los propios usuarios–, constituyen formas de trabajo gratuito, es decir, no pago. En el marco del capitalismo tardío, el sistema estructura estas nuevas formas de trabajo, generando en los usuarios/trabajadores la ilusión de que lo que hacen en las redes sociales es ocio, entretenimiento o diversas formas de expresión libre de la subjetividad –en vez de una nueva forma de la explotación, de la extracción de plusvalía y de la extracción de informaciones y conocimientos que, luego, son usufructuados por empresas de todo tipo con afán de lucro–. Lucro que, por supuesto, nunca llega al 99% de esos usuarios generadores de contenido.
2.3. Poder y resistencia, rebelión y revolución
Y arribamos, así, al tercer núcleo problemático de estos tópicos de crítica social. Comencemos por la espinosa cuestión del posmodernismo: ¿qué lugar tiene o debería tener una perspectiva posmoderna dentro de una mirada crítica? En otras palabras, ¿es la posmodernidad un punto de vista que genera nuevas preguntas e interesantes respuestas, o es, más bien, un nuevo artilugio lingüístico, estético y cultural, que solo entienden ciertos iniciados -iniciados que, en general, solo pertenecen a ciertos sectores sociales-? Dicho aún más llanamente, ¿es el posmodernismo un fenómeno progresivo o reaccionario? Lo que está claro, como muestran diversos autores, por ejemplo, Bauman (1993), Jameson (1991) o Harvey (1989), es que el posmodernismo es un fenómeno complejo y bifaz.
El posmodernismo celebra la libertad de las posibilidades abiertas por los tiempos actuales, pero, en ese auge de posibilidades infinitas, parece perderse la posibilidad de decidir entre esas posibilidades, llevándonos muchas veces a una inacción desesperante basada en un relativismo extremo, en el cual no quedan ya criterios en función de los cuales tomar decisiones responsablemente. El posmodernismo ayuda a desmitificar el logocentrismo, el falocentrismo, el eurocentrismo, el teocentrismo. Pero, en el mismo proceso, parece terminar preservando el statu quo, al dejarnos sin direcciones claras. O, yendo a un ejemplo más concreto, una obra de arte posmoderna permite poner en escena la sutilezas y múltiples caras de nuestra época, a la vez que se mantiene, por esas mismas razones, como una diversión elitista para grupos ociosos y sobreeducados.
Yendo aún más profundo, el escepticismo radical al que conduce una postura posmodernista comparte presupuestos de fondo con el mismo positivismo al que dice criticar. Así como el positivismo creía que solo era válido aquello que pudiese ser absolutamente demostrado empíricamente –si no justificado por alguna autoridad convencionalmente considerada indiscutible–, el posmodernismo parece decir lo opuesto, pero basándose sobre premisas epistemológicas similares. Afirmando que para ser digno de su nombre, el conocimiento –el conocimiento tenido por válido– debe ser absolutamente certero y 100% comprobado –y dado que nada puede ser 100% comprobado, y, por ende, nada puede ser absolutamente certero para las subjetividades contemporáneas–, entonces, concluye el posmodernismo, no hay conocimiento posible. O, lo que es lo mismo, todas las opiniones valen igual.
Como señala Morrow (1994), tanto el posmodernismo como el positivismo terminan compartiendo las mismas bases epistemológicas: el fundacionalismo –o la idea de que solo tiene valor aquello que puede fundarse sobre bases sólidas–. Frente a esto, una mirada crítica sostiene con fuerza que, aún cuando no podamos darle bases sólidas a ningún tipo de conocimiento, aún así, no todas las opiniones dan lo mismo. Algunas preocupaciones sociales son más acuciantes que otras; algunos valores tienen consecuencias más constructivas y otras consecuencias más destructivas sobre la condición humana y, por ello, es posible y necesario construir conocimientos que puedan intervenir sobre ella de la mejor manera posible.
Lo anterior, sin embargo, no significa que la teoría crítica no pueda recuperar ningún elemento de las perspectivas normalmente consideradas posmodernas o posestructuralistas. Así, por ejemplo, puede ser muy fructífero poner en diálogo las preocupaciones y los intereses de la teoría crítica con aportes como los de Foucault (1978) acerca las relaciones entre poder y resistencia –o, más específicamente, su idea de que siempre que hay poder, también hay resistencia–. Desde una mirada como la suya, las redes de relaciones de poder acaban en la formación de una densidad política que atraviesa diversos aparatos e instituciones, sin estar, sin embargo, estrictamente localizadas en ellos. Del mismo modo, la multiplicidad de puntos de resistencia atraviesa distintas estratificaciones sociales y también distintas unidades individuales. En este sentido, no pueden caber dudas acerca de la importancia estratégica de codificación de estos puntos de resistencia, con miras a posibles revoluciones sociales. Las afinidades entre una posición así y la perspectiva crítica son evidentes.
Otro posible puente entre la perspectiva crítica clásica y posturas posestructuralistas como la recién ejemplificada puede trazarse, por ejemplo, en torno a propuestas como la de Gramsci (1971), con sus reflexiones acerca de la hegemonía y la contrahegemonía, y sus distinciones acerca de la reforma y la revolución. Para este autor, es importante distinguir esas dos últimas palabras puesto que significan cosas muy diferentes. Las reformas son los pequeños cambios puntuales, parciales, menores, que el sistema hegemónico muchas veces permite –sobre todo, cuando existe la suficiente presión desde posiciones contrahegemónicas–. Pero son cambios con los que, sin embargo, no cambia en nada sustancial la estructura social, como sí sucedería con una revolución. Las revoluciones implican un conjunto de cambios de fondo, estructurales, sistémicos. La clave para evaluar si el proceso social estudiado se trata de un caso o del otro, puede ser analizar si con los cambios realizados, se mantienen o no las desigualdades básicas del momento inicial -que pueden ser, obviamente, desigualdades de todo tipo, y no solo económicas-.
Finalmente, una relectura contemporánea que puede ayudar a ejemplificar este puente entre una mirada crítica y ciertas contribuciones de algunas perspectivas llamadas posestructuralistas es lo que Moss (1994) escribe acerca de la distinción entre círculos sociales internos y externos. Como bien ella muestra, la posición preponderante asume que el lugar deseado para formar parte de cualquier ámbito de la vida social es el círculo interno –o, simplemente, el centro–. Y esto, incluso, desde muchas miradas supuestamente crítico-sociales, porque lo que se da por sentado es que solo adquiriendo posiciones en el centro podemos efectuar cambios reales en la sociedad. Sin embargo, puede ser deseable no formar parte de los círculos internos de los distintos ámbitos, espacios e instituciones sociales, sino, más bien, quedarse en los márgenes y efectuar las críticas desde ahí.
Según esta autora, buscar una posición en el centro del círculo implica necesariamente abrazar los valores y las actitudes que ese centro propone, legitima y defiende. En este sentido, no es cierto que los cambios solo puedan realizarse “desde adentro”. De hecho, grande es el peligro de moverse desde adentro, puesto que, muchas veces, sujetos originariamente críticos terminan jugando con las mismas reglas que los sujetos históricamente pertenecientes al círculo interno -reglas que, por cierto, siempre son excluyentes, como mínimo, de los que no pertenecen al centro-.
Algo similar ya decía Freire (2023), cuando llamaba la atención de los grupos suprimidos acerca del riesgo de convertirse en opresores una vez que hubieran sido liberados. De este mismo modo, puede llegar a ser muy probable que miembros de grupos originariamente marginalizados, una vez incluidos dentro de los círculos internos de ciertas instituciones, puedan llegar, a su vez, a marginalizar a otros. Lo que de aquí se concluye es que es el círculo externo –y no el interno- el lugar deseable para ocupar posiciones. El círculo externo es, siempre y por definición, un espacio mucho más amplio, mucho más ancho y, por eso, mucho más inclusivo que el círculo interno. Y, por eso, es desde esos bordes que pueden llegar a producirse los cambios sociales buscados –basados en los valores y actitudes “exteriores”–. Por supuesto, el poder que se pueda llegar a tener estando ubicados en las afueras no es el mismo tipo de poder que se puede tener estando dentro. ¿Pero acaso queremos ser los portadores del poder de los de adentro? ¿O queremos, más bien, un tipo de poder que pueda socializarse más, y que sea de por sí más proclive a compartirse entre todos –puesto que todos, en principio, tienen acceso a los círculos externos–?
3. Pluralismo teórico
3.1. Autoría y autoridad
En este segundo apartado, vamos a ver por qué una perspectiva crítica resulta más afín a la combinación entre plurales teorías, más que a la exclusividad de la cerrazón en torno a una o dos grandes escuelas tratadas de manera fundamentalista y unívoca. En primer lugar, me gustaría decir algo acerca de la cuestión sobre la autoridad que otorga o no la autoría de las teorías sociales. Este es un tema que han tratado diversos pensadores, desde Foucault (1979) o Benjamin (1999), hasta Sennett (1980) y Said (1996), pasando por Barthes (1977). En todos los casos, la pregunta suya tenía que ver con qué es un autor, si es posible pensar en la existencia de un autor, cuáles son las representaciones típicas de los autores intelectuales, si acaso no está muerta la categoría de autor, o si -en todo caso- el autor es un productor más entre otros, o uno de especial tipo.
Lo que aquí más me interesa resaltar con miras al tratamiento de este asunto desde una perspectiva crítica, es la interpretación que sobre el mismo han realizado más recientemente Nealon y Giroux (2011), quienes sostienen que, en realidad, los así llamados grandes autores son, en general, aquellas personas que, en sus escritos, abren una multiplicidad de significados para sus lectores. Un texto de un gran autor es aquel al cual no tiene sentido preguntarle “¿Cuál es la idea principal?”, dado que, en tales textos, no hay una sola idea principal, sino que se trata de discursividades pletóricas de argumentos interesantes y de nuevas iluminaciones sobre cuestiones supuestamente ya cerradas. Esto es lo que hace a una obra convertirse en una obra monumental, y a un autor convertirse en un gran autor. Como señalan estos dos investigadores por la negativa, aquellos textos que no concebimos como autorados son aquellos que, justamente, no tienen la intención de producir significados múltiples –una receta de cocina, una lista de compras, un memorándum de una oficina o un plano de un edificio–. Entonces, decir que un discurso está autorado –en un sentido intelectual– parece querer decir, en definitiva, que aquel ofrece una cantidad muy amplia de ambigüedades interpretativas, esto es, de posibilidades.
3.2. Perspectivismo multidimensional
Lo recién dicho puede ponerse en diálogo con aquello que Abrams (1991) ha denominado perspectivismo multidimensional. Su argumento es que no existe una única manera totalmente satisfactoria de poner algo en palabras. De hecho, diferentes formas de poner algo en palabras pueden constituir perspectivas alternativas sobre la cuestión que está haciendo tratada. Si esto es así, entonces solo la superposición de puntos de vista diversos puede llegar a permitir construir lo que Bambrough (1974) describía como una visión en profundidad, o también como una descripción multidimensional.
Abrams (1991) profundiza en esta idea, sugiriendo que cada una de las teorías combinadas en esa visión profunda y multidimensional permite generar una perspectiva crítica. Una perspectiva crítica, entonces, lejos de entrar en conflicto con el pluralismo teórico, es, de hecho, su condición de posibilidad. En este marco, cada teoría singular suplementa y complementa a las demás alternativas. Siguiendo esta línea, la utilización de puntos de vista conceptuales diversos pero complementarios no solo parece justificable racionalmente, sino, de hecho, absolutamente necesaria para lograr una comprensión más sutil de cualquiera de los tópicos de la condición humana. Y la visión resultante, por su profundidad, parece ser la característica más propia de aquello que podríamos llegar a denominar la verdad humanística.
En este sentido, el perspectivismo multidimensional –a la que suscribiría Alexander (1983)– es también, a la vez, un perspectivismo crítico. Esta última posición implica una forma singular de entender la tarea crítica, por la cual cada nueva visión en profundidad construida permite echar amplios focos de luz –como apunta la metáfora de Parsons (1965)– sobre aquellas características del fenómeno tratado en cada caso. Partes del fenómeno que, de otro modo, hubiéramos pasado por alto, porque habrían permanecido en la oscuridad –o, por lo menos, insuficientemente resaltados–. Aún así, este perspectivismo solo es crítico si toma conciencia y explicita que, al echar luz sobre una parte de los fenómenos estudiados, está manteniendo en penumbras -o, incluso, en la oscuridad- a todo aquello que no está siendo enfocado o puesto en el centro de la cuestión en ese acto puntual de iluminación.
Así, por más que esta mirada perspectivista tenga un foco súper afinado, al mismo tiempo que enfoca, quedan desenfocados todos los lados externos a ese foco. De esta manera, de lo que se trata es de presentarnos como pluralistas de la tarea crítica, lo cual nos permitiría ser conscientes y explícitos acerca de nuestra creencia en la productividad -o, de hecho, en la indispensabilidad- de la utilización de múltiples conjuntos de perspectivas críticas, toda vez que queramos observar lo que nos rodea de un modo que no sea unidimensional –para volver a un concepto de Marcuse (1985)–.
3.3. Teoría como instrumento
Ahora bien, un perspectivismo multidimensional y crítico solo puede ser sostenido si partimos de la idea de que una teoría es un instrumento especulativo. En efecto, dar una definición de un concepto es siempre tomar partido –como diría Horkheimer (1974)-. El teórico toma partido desde uno entre muchísimos posibles puntos de vista –punto de vista que será, en cada caso, el que el teórico considere el más revelador para comprender la cuestión que está tratando en ese momento–.
Para utilizar una analogía visual de Coleridge (1907), el objetivo de utilizar una teoría crítica no es nunca reflejar los hechos sociales –no existe tal posibilidad prístina–, sino servir como un instrumento especulativo que permita ampliar y fortalecer nuestra visión crítica. Aquí, un instrumento debe ser entendido en el sentido de una herramienta, como puede ser un microscopio o un telescopio. Como diría Coleridge (1907), la observación es a la teoría como los ojos –para los cuales la teoría ha predeterminado su campo de visión–. Remarcando lo que habíamos dicho antes, ninguna teoría es adecuada para contar la historia completa, pues cada teoría contiene limitaciones que son correlativas con sus fortalezas. En tanto instrumento especulativo –es decir, en tanto herramienta de visión o que ayuda a la visión–, cada teoría tiene un ángulo particular y un específico foco de visión, y aquello que para un instrumento especulativo resulta borroso o confuso, para otro puede ser traído bajo una clara luz y ser puesto bajo rigurosa inspección.
3.4. Tipologías
Por otro lado, este pluralismo teórico, como lo he llamado, puede pensarse en su asociación con toda una serie de tipologías y clasificaciones que voy a detallar a continuación. Algunas de esas clasificaciones nos ayudan a separar entre aquello que una perspectiva crítica desea y no desea ser, o entre aquello que debe y no debe realizar -siempre que quiera posicionarse de manera cuestionadora respecto a las prácticas sociales y a las prácticas de conocimiento dentro de lo social-.
En primer lugar, tenemos una clasificación en tres tipos de intereses cognitivos, como los llamó Habermas (1971). Si bien toda actividad cognitiva contiene a los tres tipos de interés cognoscitivo -sea de manera consciente o inconsciente-, interesa distinguir entre ellos para fortalecer algunos y debilitar otros, según sus efectos más o menos críticos.
Concretamente, Habermas (1971) distingue entre tres intereses constitutivos del conocimiento: el interés empírico-analítico, asociado a un objetivo de control; el interés hermenéutico-histórico, asociado a un objetivo de comprensión; y el interés crítico-emancipatorio, asociado a un objetivo de autorrealización o autonomía. Evidentemente –para una perspectiva crítica como la que aquí estamos imaginando–, el control, si bien parcialmente inevitable, resulta no ser una meta buscada como sí lo pueden ser la comprensión y, sobre todo, la autorrealización autónoma de la humanidad.
Por otra parte, estos tres intereses cognitivos se asocian a otra clasificación; en este caso, a una que distingue entre dos tipos de aplicaciones del conocimiento sobre lo social. Aquí estoy pensando en lo que sucede cada vez que decidimos retomar o no conocimientos anteriormente producidos, para inspirarnos en ellos para producir conocimientos nuevos. La pregunta sería: ¿cuándo es necesario –y cuando no– tomar esos conocimientos previos?; o, mejor aún, ¿qué posibilidades y qué limitaciones nos abre y nos cierra inspirarnos en teorías antecedentes?
Abrams (1991) sugiere que la distinción no es tajante en términos de algunas teorías que supuestamente serían válidas y otras que no lo serían, o de algunas escuelas o corrientes de pensamiento que valdría o no la pena retomar, de antemano. En realidad, toda teoría permite ser recuperada de dos modos opuestos: siendo aplicada o bien de manera inhibidora, o bien de manera liberadora. Un mismo texto o una misma perspectiva teórica, entonces, puede ser leída de manera obtusa, ortodoxa, fundamentalista –y, por ende, aplicada de forma acrítica–, o bien puede ser fuente de inspiración para pensar cosas nuevas, para iluminar las cosas de modos diferentes, para abrir nuevas preguntas o para imaginar respuestas alternativas a las ya conocidas. Por supuesto, este último modo de aplicación de los conocimientos es el que interesa a una perspectiva crítica.
¿Cuáles otros tipos de clasificaciones interesan a esta perspectiva crítica? Por un lado, aquella que señala la existencia de cuatro tipos de imaginación. Es conocida la asociación entre la teoría crítica y la imaginación dialéctica, tal como, para el caso de la Escuela de Frankfurt, la ha definido Jay (1973), pero esta no es la única. Puede pensarse dentro de otras variantes afines de teoría crítica, como aquella asociada a la nueva izquierda –en este caso, estadounidense en vez de alemana–, y ejemplificada en la tradición de Wright (1967) y lo que él llamó la imaginación sociológica. O también –recuperando la tradición inglesa–, podemos traer a colación la imaginación crítica, tal como la ha definido Giddens (1982). Finalmente, como señala Morrow (1994), una perspectiva crítica no es ajena a lo que podría denominarse una imaginación utópica.
Quizás distintas combinaciones de distintos tipos de imaginación pueden dar lugar a otra clasificación: aquella entre dos tipos de “espíritus” que resuenan con la perspectiva crítica. Como señala McCarthy (1991), estaría, por un lado, el espíritu hermenéutico –vinculado a la búsqueda de participación en la conversación de la humanidad–, y, por otro, el espíritu propiamente crítico –vinculado a la búsqueda de desenmascaramiento de los juegos de poder e interés–. Como podrá notarse, estos dos espíritus muestran bastantes conexiones con dos de los intereses cognitivos habermasianos antes mencionados: el interpretativo y el crítico Habermas (1971).
Morrow (1994) habla de cuatro tipos de argumentación dentro de la perspectiva de la teoría crítica. Se trata, en todos los casos, de formas no empíricas de argumentación –o, dicho de otro modo, de estrategias retóricas básicas de nuestra tarea–. También en todos los casos se trata de métodos reflexivos, en el sentido de que implican formas de cognición estrechamente vinculadas a respuestas emotivas o afectivas. En primer lugar, entonces, estaría la argumentación metateórica –de la que ya también Ritzer (1990) habla–, asociada a los aspectos estrictamente lógico-racionales de nuestra retórica. En segundo lugar, la argumentación historicista tendría más que ver con aquellos momentos retóricos asociados a la revisión de literatura antecedente. En tercer lugar, la argumentación existencial tendría que ver con aquellos momentos más autorreflexivos de nuestra retórica. Y, por último, la argumentación normativa tendría que ver con el momento crítico propiamente dicho de nuestras teorizaciones: el momento del señalamiento de las normas y valores que le subyacen a la perspectiva utilizada.
Estos mismos autores clasifican tres tipos de contextos sociales en los cuales los conocimientos producidos sobre lo social, desde una perspectiva crítica, pueden ser utilizados. La distinción, por supuesto, es analítica, dado que “en la realidad” estos distintos contextos suelen solaparse. Así, en primer lugar, estaría el contexto de la investigación autónoma, dentro de la cual el conocimiento sobre lo social se vincula a la propia comunidad académica, científica, universitaria e intelectual. En segundo lugar, estaría el contexto del análisis crítico-social propiamente dicho, en el cual el conocimiento sobre lo social suele tener la función de analizar y diagnosticar la situación de las distintas esferas societales. Incluso, proponiendo el mejoramiento –o, de hecho, la inclusión, por primera vez–, de ciertas políticas sociales que puedan remediar los males observados. Y, finalmente, estaría el contexto de la investigación-acción –en alusión a la propuesta de Lewin (1946)–, en donde la producción de conocimiento social se vincula de la manera más cercana con los propios agentes sociales del cambio, desde movimientos sociales hasta organizaciones de distinto tipo –incluyendo sindicatos, partidos políticos, organizaciones no gubernamentales, etc.–
Con todo lo dicho, podríamos, entonces, sistematizar dos grandes tipos de tarea crítica a realizar por parte de una mirada como la que aquí estamos desglosando. Por un lado, una crítica trascendente, realizada desde el punto de vista de una posición social externa a la sociedad, tal cual está constituida en un momento y lugar –es decir, desde un agente social exógeno, o bien aún no del todo constituido como tal en su papel transformador–. Y, por otro, estaría la crítica inmanente, basada en un desarrollo detallado y riguroso de las propias contradicciones internas al sistema social analizado –y realizado, por ende, con profunda conciencia de la propia locación del teórico-crítico dentro de su estructura– (Wright, 1967).
Para finalizar con este apartado, podríamos terminar sintetizando dos grandes tipos de teoría crítica. En efecto, es posible identificar tanto una veta modernista como una veta posmodernista dentro de la teoría crítica. La veta modernista estaría mejor ejemplificada –por solo nombrar autores aceptados en el canon mundial occidental– por Habermas (2010), mientras que la rama posmoderna de la teoría crítica estaría mejor ejemplificada -de nuevo, para nombrar solamente autores canónicos ya mencionados-, por la obra de Foucault (1978).
4. La dimensión lingüística
4.1. Giro narrativo y habilidades narrativas
El primer asunto con el que tiene que ver la dimensión lingüística desde una perspectiva crítica se vincula con lo que se ha llamado el giro narrativo. Así como el más conocido giro lingüístico tuvo un impacto decisivo en todas las teorías sociales contemporáneas –y dentro de ellas, dentro de las teorías críticas–, ha habido un desarrollo paralelo, pero menos conocido, al que se puede denominar giro narrativo, que también contiene consecuencias prácticas con respecto a la dimensión epistemológica y metodológica de la labor crítica.
Especialmente a partir de las reflexiones de Ricoeur (1965), surge la idea de que cualquier discurso puede ser identificado de la mejor manera –y también comparado con otros discursos– al analizar su estructura narrativa. Esto es, a través del análisis de los modos característicos en los cuales cada discurso –o cada texto– cuenta ciertas historias que construyen y unifican un sistema particular de significados. La relación entre el giro narrativo y la teoría crítica, por otro lado, es la siguiente. Como el mismo Ricoeur (1965) afirma, el poder de cualquier texto o discurso –como el mismísimo “texto social”–, es estar abierto a una dimensión de la realidad que implica, al menos en principio, el recurso en contra de cualquier otra realidad dada. Es decir, estar abierto a la posibilidad de una crítica de lo real –o, al menos, de una crítica del modo más corriente de interpretación de dicha realidad–. La afinidad, entonces, entre la perspectiva narrativa y la perspectiva crítica es que ambas le abren preguntas a “la realidad”, entendida en un sentido unívoco, oficial, hegemónico o dominante, y enrostrándole, a su vez, múltiples sentidos alternativos.
El giro narrativo, por otra parte, se vincula a lo que, desde Arendt (1961), pueden denominarse habilidades narrativas –que también serían útiles para esta perspectiva crítica de la que venimos hablando–. Arendt (1961) refiere a una modalidad ensanchada del pensar, la cual sabe –prácticamente– cómo trascender las limitaciones individuales. Esta no puede funcionar en estricto aislamiento o soledad, sino que necesita de la presencia de otros. Otros en cuyo lugar el sujeto individual debe pensar, y cuyas perspectivas debe tomar en consideración, para poder actuar en sociedad. Este modo ampliado de pensamiento, entonces, implica ciertas habilidades narrativas o interpretativas, que implican la capacidad de ejercitar una reversibilidad de perspectivas morales, o lo que Kant (1961) llamaba una mentalidad ampliada.
Se trata, también, de un modo de pensamiento representativo, pues solo aquel que es capaz, en su imaginación, de representarse a sí mismo la variedad de los sentidos de las perspectivas humanas que forman parte de una determinada situación, podrá llegar a identificar la relevancia moral de cada una de las situaciones en las que se encuentre, de cada una de las acciones, y de cada uno de los sujetos. Precisamente, siempre siguiendo a Arendt (1961), somos capaces de identificar nuestras intenciones y nuestros principios morales en términos de una narrativa de nosotros mismos, de la cual cada uno de los sujetos es el autor. Esta narrativa también permite anticipar el significado que tales proyecciones pueden –o, de hecho, van a– tener para la mirada de los otros. De este modo, solo si concebimos a los discursos como modelos procedimentales de conversaciones, en las que logramos ejercer esta reversibilidad de perspectivas –ya sea teniendo en cuenta a todos los sujetos implicados en una situación, ya sea representándonoslos en nuestra imaginación–, es que podremos atar las posibilidades abiertas por este giro narrativo con las preocupaciones morales de una perspectiva crítica.
4.2. Polisemia, hermenéutica, gramática
Estrechamente vinculada con el giro narrativo está la cuestión de la polisemia, de la hermenéutica, del significado y de la gramática. Veamos cada una de estas cuestiones en detalle, en su vinculación con la perspectiva crítica. En primer lugar, debemos retomar la polisemia, entendida como aquella característica que separa en dos o más niveles de sentido a cada una de las textualidades o discursividades sociales analizadas. En general, se trata siempre de, al menos, un sentido abierto, y de otro sentido que se encuentra cubierto –pero que, en realidad, sería el sentido fundamental, esencial o auténtico, y que suele ser denominado el sentido nominal–. Esta significación de la textualidad social por capas ha sido llamada de diversas formas. Así –y en estrecha vinculación con el psicoanálisis de Freud (1977)–, se ha hablado de significados conscientes e inconscientes, de significados manifiestos y latentes, de significados directos e indirectos –u oblicuos–; pero también de significados ostensibles y reales, literales y simbólicos, o particulares y arquetipales –este último ya más cercano al psicoanálisis de Jung (1966)–.
En realidad, si vamos a las fuentes freudianas, es posible pensar en cuatro tipos de significado paralelos para cada discurso social bajo análisis (Freud, 1977). Por un lado, estaría el canon del significado literal (A es A); en segundo lugar, el canon del desplazamiento –o sustitución– (A es B); en tercer lugar, el canon de la condensación (A es igual a A + B + C + D…); y, finalmente, el canon de la inversión –o transvaluación– (A es lo contrario de A). En todo caso, lo que está claro –más allá de si pensamos en dos o en más tipos de significaciones paralelas que puedan ser adjudicadas a un mismo texto social–, lo importante es resaltar, desde una perspectiva crítica, que siempre es posible más de una interpretación acerca del mismo fenómeno humano. En las palabras de Abrams (1991), habría todo un espectro de sentidos posibles. Estos irían –utilizando la metáfora del arco iris, o de los múltiples tipos de visiones a los que el ojo humano tiene capacidad de acceder– entre significaciones infrarrojas y significaciones ultravioletas, pasando por toda la paleta de colores que no nos son visibles.
Además, toda esta cuestión acerca de las múltiples capas de significados sociales se ha vinculado con algo que diversas teorías sociales –lingüística y psicoanalíticamente inspiradas–, han denominado gramática transformacional. El léxico de la gramática transformacional incluye palabras como supresión, sublimación, sustitución, desplazamiento, deslocación, oclusión, etc.: palabras que vendrían a sumarse a otras más típicas de la teoría crítica como dominación, expropiación, explotación, objetivación, alienación o reificación –de Marx (2006) a Honneth (1997), pasando por Simmel (1939) y Lukács (2013)–. La primera serie de términos, obviamente, está sacada del vocabulario freudiano para referir a los mecanismos inconscientes que distorsionan el verdadero significado de los sueños (Freud, 1977). Pero, dentro de una perspectiva crítico-social, pueden ser utilizados productivamente para quitar el velo de los subtextos ideológicos de los textos sociales analizados. En este mismo sentido, pueden ser utilizados productivamente otra serie de vocabularios –importados, esta vez, de la crítica deconstructiva de Derrida (1976)– para realizar lecturas políticas de los textos sociales, como ser ausencia, edición, borradura, entre otras.
Por último, respecto a estas cuestiones podemos vincular lo ya dicho con lo que el propio Ricoeur (1981) distinguió como dos tipos distintivos de hermenéutica. Por un lado, estaría la hermenéutica en su sentido tradicional, a la que el autor denomina hermenéutica de la restauración o de la recuperación. Y, por otro lado, contrastaría con esta la hermenéutica de la sospecha, asociada más típicamente a una hermenéutica crítica –y cuyos grandes referentes serían Nietzsche (1972) junto a Freud (1977) y Marx (2006)–. Si bien Ricoeur (1981) las presenta como antagónicas, desde nuestro sentido ampliado de una perspectiva crítica consideramos que ambos tipos de hermenéuticas son complementarios –en el mismo sentido en que antes vimos con Habermas (1971) cómo pueden ir y, de hecho, siempre van de la mano, el interés por comprender lo social con el interés por cuestionarlo–. En este caso, se trataría de un poner a dialogar la sospecha sobre los mecanismos de poder social, con una recuperación de modos alternativos de vida –en el sentido compartido por Gouldner (1985)–.
4.3. Diálogo, lazo comunicativo, ética hermenéutica
Como último núcleo problemático de esta dimensión lingüística de la perspectiva crítica podemos nombrar la vinculación entre cierto concepto de diálogo, los lazos comunicativos, los tipos de discursos y la ética hermenéutica. Vamos paso a paso. En primer lugar, acerca del concepto de diálogo –y sin necesidad de irnos tan atrás como los diálogos de Platón (2006), aunque, sin duda, su peso en lo mejor de la tradición occidental es ineludible-, me gustaría nombrar algunas referencias un poco más contemporáneas. Como diría Bambrough (1974), un monólogo no es un modo muy satisfactorio de conducir investigaciones académico-intelectuales, especialmente si ellas son –o pretenden ser–, de una variante crítica. Esto, puesto que un monólogo es una situación en donde no es necesario tener en cuenta a las demás subjetividades sociales en cuestión, sino que apenas alcanza con la subjetividad -supuestamente superior o, al menos, lógicamente anterior- del teórico. En contraposición a esto, la situación de diálogo requiere siempre –y por definición– un “toma y daca” en perpetuo desenvolvimiento.
Bambrough (1974) llama a esto un proceso dialéctico –palabra de raíces ancestrales que, como diría Leavis (1952), es la base de toda situación social–. ¿En qué sentido? En el sentido de que todo sujeto humano, dada su socialización previa en sociedad, siempre entrará en interacción con otros bajo cierta expectativa. La expectativa de que, cuando alguien dice –respecto de cualquier temática posible– “¿No es cierto?”, su interlocutor siempre podrá, al menos en principio, responder “Sí, pero…”. Esta posibilidad dialéctica inscripta en todo diálogo es, como puede verse, no solo la base de toda comunicación -entendida como el prototipo de la interacción social–, sino, además, la posibilidad de lo que antes vimos en términos de la apertura al cuestionamiento de los significados corrientes u oficiales de lo social, y su posible intercambio por sentidos alternativos. En otras palabras, en la lógica misma del diálogo está inscrita la posibilidad estructural de la crítica social, como también diría Habermas (2010). Esta es la naturaleza de todo discurso entre humanos y es, también, la razón por la cual la búsqueda por una verdad en sentido humanista es un proceso sin fin.
Sobre esta base queda clara la importancia de lo que podemos llamar el lazo comunicativo. Para no volver, una vez más, a Habermas (2010), traigo a colación a un autor como Lyotard (1984), quien, aún desde una mirada de tono posmodernista, logra describir con acierto al lazo social de un modo comunicativo. Este autor ubica al sí mismo como una serie de puntos nodales en circuitos comunicativos específicos, haciendo notar que uno siempre está localizado en una suerte de posta, a través de la cual diversos tipos de mensajes siempre están pasando. Así, cuando un hablante emite un enunciado, lo que ocurre es un desplazamiento que necesariamente provoca contramovimientos. Más allá de dejar ver el ida y vuelta dialogal del que recién hablaba, lo que quiero resaltar aquí es que el lazo social puede ser entendido –como también lo hará Habermas (2010)– como un lazo primariamente comunicativo, puesto que lo que nos une, en última instancia, son los mensajes de todo tipo que nos enviamos, sea para afirmarlos, sea para rechazarlos.
Justamente inspirado en las reflexiones habermasianas es que surge el concepto de ética hermenéutica (Habermas, 2000). Una ética hermenéutica debería poder utilizar sus recursos con miras a desafiar el mapa social dominante, ayudando a contrarrestar las grillas sociales dominantes. Pero, también, en un sentido común estrictamente comunicativo, una ética hermenéutica podría estar orientada a forzar a aquellas subjetividades y grupos sociales que se encuentran cautivados por aquel mapa o aquella grilla, a escuchar a las voces silenciadas, calladas o reprimidas; a empezar a atender a aquellas voces que vienen de abajo o de detrás de las barras que imponen los límites y las fronteras de esos mapas y esas grillas sociales. Una ética hermenéutica debería poder deconstruir, incluso, los esquemas conceptuales que nos vuelven sordos a esos llamados, a la vez que sugerir o bien reconstruir esquemas nuevos o alternativos que nos permitan volver visibles todo tipo de horrores sociales existentes como producto de esos mapas y esas grillas, incluyendo el señalamiento de las responsabilidades que cada uno de nosotros pueda tener de manera directa o indirecta en su reproducción (Gouldner, 1985; Ophir, 1991).
Esto podría vincularse, asimismo, con la clasificación que el propio Habermas (1971) ha realizado al distinguir tres tipos de discursos involucrados en la transformación social. Para el autor, en efecto, existirían tres tipos de métodos críticos de carácter discursivo: el discurso práctico –asociado a la crítica de normas–, el discurso terapéutico –asociado a la crítica de patologías personales–, y el discurso estético –asociado a la crítica de estilos y formas de vida–. Por todo lo visto en este último tramo, podemos afirmar que una perspectiva crítica incluye una dimensión lingüística que puede ser tematizada como teniendo la misión de “decir los silencios sociales” en esas tres esferas. En este sentido, vuelvo a traer dos autores más.
Por un lado, a Bourdieu (1977), quien, preguntándose qué es lo que desata un cuestionamiento o una investigación sobre lo social, recurre al término de disonancia. Desde su propuesta, la teoría sería un modo de conceptualizar diversas problemáticas sociales, en el sentido de emprender la tarea de volver a aquello que “va de suyo” decible -y, con ello, sujeto de crítica-. Así, también, Lyotard (1988) sugiere que la disonancia es lo que moviliza nuestro sentido de que algo se ha vuelto problemático, ingresándolo al reino de lo discursivamente posible, de tal modo que pueda ser construido como tópico de una conversación -en vez de quedar en las penumbras del silencio-. En este caso, la palabra que él utilizará será la del diferendo, para poner de relieve que la cuestión de qué queda silenciado y qué es dicho es, en última instancia, siempre una cuestión política.
5. La dimensión epistemológica
5.1. Pragmatismo, deconstrucción, feminismo
En primer lugar, debemos decir que la dimensión epistemológica de una teoría crítica está vinculada con lo que antes llamamos el pluralismo teórico, es decir, con la aceptación del hecho de que una perspectiva más sutil y más compleja sobre lo social y lo humano solo puede ser lograda a partir de la combinación de distintas herencias teóricas. Así, por ejemplo, la deconstrucción –sobre la que ya hemos dicho algo–, el pragmatismo –asociado a la cuestión lingüística también ya vista–, o el feminismo.
Empezando por el pragmatismo, podríamos decir lo siguiente. Una de las formas de entender la tarea de la investigación social crítica es concebir a esa tarea bajo la modalidad de los juegos de lenguaje, tal como los concibió Wittgenstein (1953). La crítica, entonces, sería una familia de juegos lingüísticos diseñada para lidiar -de un modo racional, pero sin negar los elementos afectivos-, con aquellos aspectos de la condición humana en los cuales el conocimiento válido y la comprensión profunda son esenciales -pero en los que, sin embargo, la certeza absoluta es del todo imposible-. El nombre del juego, en este caso, podría llamarse “ciencias sociales y humanas”, y los vocabularios con los cuales jugar el juego serían las distintas perspectivas teóricas utilizadas desde un perspectivismo multidimensional –tal como lo desarrollamos más arriba–. Dicho de otro modo, hacer teoría crítica e intervenir en la transformación social a partir de la producción crítica de conocimiento sería, utilizando la conocida frase de Austin (2008), “hacer cosas con palabras”.
Otra tradición importante, que nutre a una teoría crítica contemporánea –entendida en un sentido ensanchado–, es la deconstrucción. La tarea crítica puede ser entendida como una tarea deconstructiva en la tradición de Derrida (1981), en la medida en que tenga por meta proveer las grietas entre las cuales pueda comenzar a ser entrevisto aquello que aún no tiene nombre. Dicho de otro modo, la deconstrucción puede ayudar a automatizar en nosotros el hábito de la sospecha –tal como la introdujimos de la mano de Ricoeur (1981)–. Yendo ahora más al detalle de las reflexiones derridianas, podemos recuperar lo que él denomina como su sospecha acerca de rupturas decisivas. Como él bien argumenta, las rupturas que podamos generar se encuentran, siempre y fatalmente, vulnerables a ser reinscritas en tramas antiguas que, entonces, deben -siempre y de modo continuo- comenzar a ser desechas en un proceso interminable.
Para decirlo más claro: la deconstrucción, como la crítica, no puedan ser entendidos como una ruptura de una vez y para siempre, o como una superación de los males societales entendidos de modo definitorio. Más bien, se trataría de ir transformando, ir desplazando, ir operando giros, una y otra vez, sobre y en contra de sus estructuras, para ir modificando, poco a poco, los terrenos sobre los cuales trabajar y sobre los cuales ir pudiendo producir nuevas configuraciones sociales. De este modo, la tarea crítico-deconstructiva puede llegar a significar –más que la eliminación de cualquier tipo de estructura o de cualquier tipo de organización–, la organización de una estructura de resistencia respecto de la dominante. La deconstrucción según Derrida (1982) implicaría un doble gesto –y no un gesto unívoco–, pues combina elementos de lo que antes llamamos crítica interna y crítica externa. En palabras del autor, la deconstrucción sería el entramado de dos tácticas diferentes: por un lado, el volver algo implícito contra sí mismo a partir de su explicitación; en segundo lugar, el cambio de terreno discontinuo recién mencionado, que permite situarnos por fuera de la estructura dada, afirmando una determinada ruptura.
En este sentido, la deconstrucción derridiana presentaría afinidades profundas con lo que un típico autor de la tradición de la teoría crítica –como Adorno (2024)– llamaría la dialéctica negativa. Así, Derrida (1984) se encarga de señalar –y podemos nosotros recuperar– varios puntos de fisura en la cultura occidental, que podrían servirnos como puntos de incisión para producir las rupturas de la deconstrucción –o bien, en nuestro vocabulario, de la tarea crítica–.
Dentro de las nuevas tendencias de una perspectiva crítica, no podemos –por supuesto– dejar de mencionar las corrientes del feminismo y las teorías de género. En un sentido básico, podemos decir, junto a Kristeva (1980), que probablemente sea necesario ser mujer –o pertenecer a alguna identidad de género minorizada–, no para rechazar la tarea teorizadora, o el valor del raciocinio –típicamente asociados a la masculinidad–, sino, más bien y por el contrario, para poder reforzar la razón teórica a partir de su apertura a toda otra serie de dimensiones de las que, en verdad, nunca pudo y no debería disociarse –por ejemplo, la cuestión de los afectos–.
En este marco, cantidades de autoras femeninas –entre las que podríamos nombrar a Beecher (1873) o Walker (1983), además de las ya trabajadas sobre la ética y la moral– han estado nutriendo desde hace siglos lo que recién hoy, en tiempos contemporáneos, ha dado a conocerse como giro afectivo. Ya desde hace cientos de años, ellas venían sosteniendo la importancia de una retórica sentimental para la reflexión sobre lo humano, con su apelación a los sentimientos personales, que pueden ir –y por solo nombrar algunos– desde el amor hasta la simpatía por los oprimidos, entendidos como importantes instrumentos de poder cultural y político –y, por ende, de intervención y transformación social–. Esto es, la concepción del amor o la simpatía por los oprimidos como afectos fuertemente asociados –y no desvinculados– de la reflexión teórica, filosófica y societal.
5.2. Metateoría crítica, intervención práctica
Un segundo núcleo problemático de esta dimensión epistemológica de una perspectiva crítica tiene que ver con el modo en que se entrelazan este afán de intervención práctica con una metateoría crítica y con una metodología dialéctica. Veamos cada una de ellas. En cuanto a lo primero, podemos volver a traer a Giddens (1984), quien explica que se da una relación no contingente entre demostrar que una creencia social es falsa, y las implicaciones prácticas para la transformación de la acción referidas a aquella creencia. Efectivamente, las creencias sociales, a diferencia de las creencias acerca del mundo natural, son elementos constitutivos de aquello de lo que tratan –es decir, de la vida social–. De esto, lo que se sigue en la argumentación giddensiana es que la crítica de las creencias falsas –lo que muchas veces se denomina, por ejemplo, ideología– es ya una forma de intervención práctica en la sociedad. O, en otras palabras, un fenómeno político en el sentido amplio del término; y esta es, efectivamente, una de las tareas más obvias de toda teoría crítica.
Ahora bien, la intervención práctica de la teoría crítica implica una metateoría y una metodología. Como diría
Así, la ciencia social crítica tendría dos características distintivas: un énfasis en la reflexividad –algo que el propio Giddens (1984) desarrolló en profundidad–, y un compromiso con la crítica de las patologías sociales y con la defensa de los grupos que sufren las diversas formas de opresión. Finalmente, esto se entrelaza con lo que Ollman (1993) ha denominado una estrategia metodológica dialéctica –inspirado, por supuesto, en la tradición que viene desde Hegel (1985) y pasa por Marx (2006) hasta llegar a la Escuela de Frankfurt, y sobre cuyo concepto ya hemos dicho algo hace un rato–. Básicamente, una metodología dialéctica sería un proceso dirigido primariamente hacia el rastreo y el hallazgo de cuatro tipos de relaciones: de identidad / diferencia, de interpenetración de opuestos, de cantidad / calidad, y contradicciones. Sobre todo, esto profundizaremos a continuación.
5.3. Pensamiento crítico, argumentación crítica, racionalismo crítico
Para finalizar este trabajo, me gustaría acabar de definir algunas de las nociones que ya he ido nombrando -algunas más, otras menos-, como pensamiento crítico, análisis de argumentos, dialéctica, razonamiento, racionalidad o juicio. La primera relación a trazar es que el pensamiento crítico –es decir, el pensamiento prototípico de una perspectiva crítica– contiene varios elementos, entre ellos el análisis de argumentos, la autorreflexión, el razonamiento o la metacognición. Black (1953) había escrito un libro a mediados del siglo XX, que, luego, dio forma a lo que se constituyó como el Movimiento del Pensamiento Crítico –entre cuyas figuras sobresale Paul (1984)–. Para este movimiento, bajo la noción de pensamiento crítico podrían subsumirse toda una serie de actividades mentales como razonar, argumentar, juzgar o reflexionar. También, puede decirse que el pensamiento crítico es aquel caso especial de razonamiento en el cual las razones dadas por cierta instancia social predeterminada son percibidas, desde la mirada del teórico-crítico, como especialmente problemáticas –y, por ende, como sujetas a duda, a cuestionamiento y a su deseable transformación–.
En este marco, Goldman (1999) distingue entre tres subtipos de argumentación crítica: una primera que se ocupa de negar la verdad de una premisa; una segunda que se ocupa de cuestionar el vínculo entre premisas y conclusión; y una tercera que se ocupa de presentar una serie de premisas alternativas. También vale acá traer a colación a Popper (1962) con su racionalismo crítico. Desde su mirada, el conocimiento consistiría en aquellos conjuntos de ideas que han sobrevivido nuestros mejores intentos de criticarlos. En este sentido, una actitud crítica y una apertura a la crítica se convierten en los elementos fundamentales del método y de la epistemología de una perspectiva como la que aquí estamos intentando defender.
Para cerrar este tema, podríamos decir, con Finocchiaro (2005), que son tres los elementos constitutivos del pensamiento crítico: el criticismo, el razonamiento y el juicio. El razonamiento es el ir razonando nuestro propio camino para salir de una objeción que hemos recibido. El criticismo sería nuestra apertura y habilidad para cuestionar toda forma de autoridad –en este caso, de autoridad cognitiva, pero también de autoridad social que impone autoridad cognitiva–. Y, finalmente, el juicio sería un paraguas que refiere a toda una serie de cualidades –altamente valoradas por una perspectiva crítica–, como son el balance, la proporción, el ser juicioso y la evitación de las miradas sesgadas.
5.4. Análisis argumental, argumentos críticos y constructivos, contraargumentos
Por su parte, el análisis argumental –ya mencionado– puede ser definido como teniendo la tarea de analizar los argumentos elementales sobre los que se basan distintas cosmovisiones –pero haciéndolo con un especial cuidado, detalle y rigurosidad–. Podría decirse que –sugiere Finocchiaro (2005)–, de hecho, la forma más frecuente de argumentación consiste en el ir presentando argumentos críticos. Así, podría introducirse una distinción entre dos tipos de argumentos: argumentos críticos y argumentos constructivos. Los argumentos críticos propiamente dichos serían aquellos que se ocupan de derribar las premisas de cierta cosmovisión predeterminada, mientras que los argumentos constructivos serían aquellos cuya conclusión es una proposición –sobre alguna entidad, evento o fenómeno– alternativa a la sugerida por la cosmovisión en cuestión. Y es justamente por la combinación de ambos tipos de argumentos que el crítico puede producir contraargumentos.
El ya mencionado Gramsci (1971) fue alguien que dijo cosas relevantes a este respecto. En efecto, para el autor, un intelectual es precisamente aquel sujeto que pone en práctica argumentos, intentando no caer en dos tipos de peligros que lo acechan por igual. Por un lado, el extremo de las superficialidades de la elocuencia oratorial; y, por otro, la abstracción extrema del tipo de deducciones que, en última instancia, pueden matematizarse. En el punto medio entre ambos extremos es donde reside la argumentación y contraargumentación típica de la tarea crítica. Por contraargumento, aquí se entiende un argumento cuya conclusión es inconsistente con la conclusión de un argumento dado anteriormente. A la vez, un argumento crítico es aquel argumento cuya conclusión es una proposición que cuestiona, o bien la premisa del argumento originalmente dado, o bien alguno de sus pasos inferenciales.
De especial importancia en este marco es recuperar aquello que Locke (1994), basándose en escritos anteriores de Galileo (2001), había denominado el argumento ad hominem. La argumentación ad hominem es fundamental para la perspectiva crítica, porque se trata de la habilidad de pensar en los mismos términos utilizados por el punto de vista de sus oponentes. Así, por ejemplo, si se quiere criticar una cierta cosmovisión arraigada socialmente –o una ideología dominante– es importante no solo cuestionarla desde parámetros totalmente exógenos a la misma, sino poder, también, argumentar en su contra, demostrando sus efectos funestos, utilizando los propios términos con que sus defensores la defienden. En una palabra, se trata de agregar a la crítica externa, la crítica interna –tal como las definimos anteriormente–.
5.5. Razonamiento, racionalidad
Pasemos, ahora, a la relación entre dos conceptos básicos de toda teoría crítica: razonamiento y racionalidad. El razonamiento, de manera muy básica, incluye diversos tipos de actividades como la resolución de problemas, la toma de decisiones, la persuasión, la explicación y, la ya trabajada, argumentación. Según ha demostrado Finocchiaro (2005), la tarea del razonar incluye toda una serie de categorías evaluativas. Para el caso de cosmovisiones o ideologías a ser abordadas, entre las categorías más comunes se trata de evaluar su: circularidad, falta de fundamentos, incompletitud, progresión infinita, conclusión irrelevante, autocontradicción, o inutilidad. Como puede verse, todas estas categorías evaluativas son negativas o críticas, lo cual puede dar lugar a una verdadera teoría de las falacias como tarea primordial de una teoría crítica.
Para entender un poco a qué nos estamos refiriendo con las menos obvias de esas nociones: un argumento incompleto es aquel cuyas premisas no dan toda la información relevante necesaria para llegar a la conclusión sostenida. Un argumento que progresa al infinito es aquel que tiene una conclusión arbitraria –es decir, que, si bien la conclusión sostenida se sigue de las premisas enunciadas, también podrían seguirse, con igual lógica, una conclusión opuesta, la negación de esa conclusión, la negación de esa negación y así sin fin–. Un argumento autocontradictorio es uno con premisas inconsistentes, de tal modo que, aunque no es inválido formalmente, resulta inadecuado epistemológicamente. Por último, un argumento inútil es aquel cuya conclusión está fundamentada en una proposición más difícil de sostener que otra conclusión alternativa.
Como puede verse, todas estas evaluaciones negativas pueden aplicarse sobre los argumentos, las premisas y las conclusiones de las cosmovisiones y de las ideologías que los teóricos críticos buscan cuestionar –por sus consecuencias socialmente destructivas–. Esto es así porque, como han mostrado muchos trabajos recientes en la psicología del razonamiento –entre los que cabe citar los de Wason y Johnson-Laird (1972), los de Ross y Nisbett (1980), o los de Evans (2017)–, el ser humano es más irracional que racional. En una serie de demostraciones experimentales acerca de la irracionalidad humana, se ha podido demostrar que la mayoría de la gente, en la mayoría de las situaciones, despliega razonamientos incorrectos, de tal modo que el razonamiento falaz es la norma, más que la excepción, de la condición humana.
La importancia de esto no puede subestimarse, ya que refuta el axioma básico heredado desde la antigua filosofía de Aristóteles (1998) acerca del ser humano entendido como un animal racional. Sin embargo, hace falta solamente mirar en derredor para darnos cuenta de que las cosas son más complicadas. Por eso, es tan necesario el análisis argumental de las cosmovisiones dominantes, y la evaluación crítica de los razonamientos de las ideologías socialmente destructivas. En este marco, una definición operacional de la actividad del razonamiento sería la que da Finocchiaro (2005) cuando sugiere que el razonamiento es aquello que ocurre típicamente en el discurso –ya sea escrito u oral–, cuando aparecen en gran cantidad términos indicativos del estar razonando, como pueden ser: “por eso”, “consecuentemente”, “a partir de lo cual”, “porque”, “para”, etc. Esos, entonces, son los tipos de términos a los cuales debemos estar especialmente atentos si queremos realizar un análisis crítico de las cosmovisiones y de las ideologías hegemónicas.
Por otra parte, Freeman (1991) ha llegado a la conclusión, por vías parecidas, de que todo razonamiento es, en verdad, una forma de evaluación. Se trataría entonces –para decirlo en forma de trabalenguas– de evaluar qué evaluaciones construyen sociedad y qué evaluaciones destruyen el lazo social. Por su parte, los popperianos sostienen que ser racional significa mantener todas nuestras creencias abiertas a la crítica, a la vez que aceptar solo aquellas creencias que sobreviven la crítica. Y esto es válido no solo para aplicárselo a los demás, sino para autoaplicárnoslo a quienes suscribimos a una perspectiva crítica. Esto –que puede pensarse a escala social y al nivel del análisis racional de las ideologías y cosmovisiones– también puede aplicarse, a escala más pequeña, dentro del ámbito científico-académico. En este marco, el racionalista crítico sería aquel que se encuentra constantemente preocupado acerca de qué podría llegar a estar mal con las ideas que sostiene (Popper, 1962).
5.6. El juicio y la dialéctica
Pero si todo razonamiento implica una evaluación, entonces emerge como central la categoría del juicio. ¿Qué es un juicio? En palabras de Wartofsky (1973), la categoría del juicio sugiere el poder unir cosas de tal modo que se eche luz sobre alguna relación entre ellas: unir ideas, conceptos, etc. Lo cual se vincula estrechamente con un abordaje de tipo dialéctico, como vimos más arriba. Un abordaje puede ser dialéctico en dos sentidos. Uno de ellos es aquel que resalta los contraargumentos, las objeciones, los criticismos, las evaluaciones, los potenciales diálogos, la clarificación de las diferencias de opinión socialmente existentes, etc. Esto es, lo que en la tradición hegeliana y luego marxista se llamarían típicamente las contradicciones sociales (Hegel, 1985; Marx, 2006).
Un segundo sentido en el que se puede entender un abordaje dialéctico tiene que ver con el entrar en diálogo con la otredad: con otros colegas, con otras perspectivas teóricas, con otredades culturales, con otredades epocales y geográficas. Pero, también, con las otras ideologías y cosmovisiones, diferentes a las que sostiene la perspectiva crítica, para ver qué, si es que algo, vale la pena recuperar; para intentar comprenderlas a partir de su contextualización, y para intentar ver la manera más eficaz de reorientarlas -en el caso de que esa sea la conclusión a la que se arribe luego de un riguroso análisis-.
¿De qué modo se atan, entonces, todas las nociones que he estado utilizando en este último apartado? A continuación, trazo un breve resumen a modo de conclusión. El razonamiento es un tipo especial de pensamiento que consiste en interrelacionar pensamientos, de tal modo que algunos son dependientes de otros o se siguen de ellos. Un argumento es una instancia de razonamiento que intenta justificar una conclusión al defenderla mediante razones. El análisis argumental es el razonamiento que tiene como meta la interpretación o evaluación de argumentos. El razonamiento crítico es el razonamiento que está orientado a la interpretación, evaluación o presentación autorreflexiva de argumentos. Dicho de otro modo, el razonamiento crítico consiste o bien en el análisis argumental, o bien en la argumentación autorreflexiva. La reflexión metodológica, en este sentido, aparece como un tipo especial de pensamiento que consiste en la formulación, interpretación, evaluación o aplicación de principios metodológicos, Es decir, de reglas inexactas y falibles, pero que nos facilitan la búsqueda de lo que antes llamamos aquella verdad en sentido humanista –aquella que siempre se nos escapa y a la que siempre, sin embargo, estamos buscando–. El pensamiento crítico es el pensamiento que consiste o bien en el razonamiento crítico, o bien en la reflexión metodológica autocrítica. Y, finalmente, el juicio es aquel tipo de pensamiento que consiste en la combinación prudente y juiciosa de los requerimientos de distintos –o a veces, incluso, opuestos– puntos de vista, en el marco de la sociedad en la que nos toca vivir.
6. Conclusiones y líneas abiertas
Para concluir, resumamos primero los elementos principales de lo visto hasta aquí. Así, en cuanto a los tópicos de crítica social, resultaron centrales tres subdimensiones. Primero, aquello que hace a la cuestión moral y ética, es decir, a nociones como las de sufrimiento o mal, por un lado, y a las de justicia, reconocimiento, paz o comunidad, por el otro. Segundo, aquello que hace a temáticas sociales relevantes de ayer y hoy, como la alienación, la cuestión estética y las nuevas tecnologías. Y tercero, aquellos debates sobre lo social abiertos por el posmodernismo en su relación al fundacionalismo y al escepticismo; a las tensiones entre poder y resistencia -o entre hegemonía y reforma-; y a su renovada conceptualización en términos de círculos internos y externos.
En cuanto al eje que denominamos pluralismo teórico, resultaron claves dos subdimensiones. Por una parte, el núcleo temático que incluye debates como aquel entre autoría y autoridad, el perspectivismo multidimensional y/o crítico, y la concepción de la teoría como un instrumento. Por otro lado, una serie de tipologías conceptuales: cuatro tipos de imaginación, tres tipos de intereses cognitivos, dos tipos de aplicaciones, dos tipos de “espíritus”, cuatro tipos de argumentaciones, y tres tipos de contextos, todo lo cual deriva en dos tipos de crítica y en dos tipos de teoría crítica.
En relación al eje lingüístico, emergieron como preponderantes tres subdimensiones. En primer lugar, aquello que tiene que ver con el giro narrativo, la estructura narrativa y las habilidades narrativas. En segundo lugar, aquello que tiene que ver con la polisemia, la gramática transformacional, y diversos tipos de significados y de hermenéutica. Y, en tercer lugar, nociones como las de diálogo, lazo comunicativo, ética hermenéutica, tipos de discursos y silencios.
Finalmente, en lo que hace al eje epistemológico, emergieron como centrales tres subdimensiones. Por una parte, la revisión de diversas posturas epistemológicas, cuya relevancia es absolutamente central en los debates contemporáneos, como ser la deconstrucción, el feminismo y el pragmatismo. En segundo lugar, la cuestión acerca de las posibilidades que tiene la teoría de realizar intervenciones prácticas, de ser metateóricamente crítica, y de ser metodológicamente dialéctica. En tercer y último lugar, el vínculo entre el pensamiento crítico, el análisis de argumentos, el razonamiento y la racionalidad, y las nociones de dialéctica y juicio.
En nuestra opinión, los progresos futuros enmarcados dentro del amplio campo de la teoría crítica podrán no solo volverse más visibles, sino más pasibles de entrar en diálogo mutuo, en la medida en que integren sus avances, descubrimientos y cuestionamientos en estos cuatro carriles. Sin embargo, no excluimos la posibilidad de que surjan, a futuro, líneas nuevas de investigación, que enriquezcan a las anteriores o incluso las pongan en duda.
Contribuciones: escritura-borrador original, revisión y edición, E.F. El autor ha leído y aprobado la versión publicada del manuscrito
Conflicto de Intereses: No aplica.
Agradecimientos: No aplica.
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- Cómo citar: Fraga, E. (2025). Últimas tendencias de la teoría crítica. Epistemia Revista Científica, 9(1), 1–22. https://doi.org/10.26495/erc.2897